miércoles, 6 de octubre de 2010

El dolor de una madre


Cómo lucha para sobreponerse a la peor de las tragedias: la muerte de Romina. Acompañada por su ex, Gustavo Yankelevich, se convirtieron en el principal sostén de los tres nietos que les dio su hija. Los sueños compartidos con Darío, su marido, el sentimiento de sus pequeños, las últimas fotos de la actriz y las causas de su triste final.

Abuelaza” es el cariñoso apelativo con el que definen los íntimos a Cris Morena, la mamá de Romina Yan, después de la inesperada muerte de la actriz. Dicen que desde el primer minuto se puso al frente para que la familia sobrellevara de la mejor manera posible la dolorosa novedad. Por supuesto, cuando su ex marido, Gustavo Yankelevich, le dio la noticia en el Hospital Central de San Isidro, no pudo soportar semejante congoja, se desvaneció y tuvieron que atenderla en el segundo piso del sanatorio. Pero a partir de allí asumió el liderazgo, para que sus nietos sufrieran lo menos posible ante la tragedia.

De acuerdo con el marido de Romi, Darío Giordano, Cris llevó muchas de sus cosas a la casa de su hija, en el barrio privado Rincón del Arca, de Beccar, a fin de convertirse en uno de los principales apoyos para sus tres nietos, Franco (10), Valentín (7) y Azul (4). Lo mismo hizo Susana, madre de Darío, que llegó desde el exterior para dar la mayor mano posible. Ambas consuegras tienen muy buena relación, se quieren y se respetan. Una es más “abuelona” (Cris) según sus seres queridos, porque es súper regalona con los chicos. Los lleva y los va a buscar adonde sea. De hecho, infinidad de veces se hizo escapaditas junto a Romina y sus hijos a Cariló, San Martín de los Andes y Punta del Este, como para tenerlos muy cerca a todos y mimarlos hasta donde alcanza la imaginación. Cris y su hija se adoraban, además de tenerse profunda admiración.

La abuela Su, también es hiper cariñosa con sus nietos, está siempre para lo que necesiten. “Es gauchita”, comentan los muy cercanos a la familia. “Lo esencial en este momento es que estemos todos juntos, unidos, brindándoles todo el amor a nuestros amados nietos”, se juramentaron en la intimidad.

La reacción de cada uno de los hijos de Romina ante la muerte de su mamá fue diferente. Franquito, el mayor, no quiso ir al entierro. Pero sí volvió al otro día a reencontrarse con sus compañeros en el colegio Todos los Santos de Beccar. Ese día, cuando ingresó a su aula, todos lo abrazaron, le dieron un beso y le regalaron una taza con una vela, como símbolo de que recordarían a su mamá por siempre. El, con apenas diez años, asumió una actitud conmovedora cuando llegó a su casa. Lo miró a los ojos a Darío, su papá, y le dijo como si fuera un señor mayor: “Papá, yo te voy a ayudar”. Después vino el abrazo interminable entre ambos y la emoción, propia del momento, duró varios minutos. Más tarde se puso a conversar con su abuelo Gustavo: “Abuelito, vos me ayudás a mí y yo a vos, ¿dale?”.

Valentín, el del medio, tuvo una actitud diferente. No cuestionó estar presente en el cementerio, pero no quiso ir a clase. Prefirió quedarse en el hogar y sentirse acompañado por papá, abuelos y tíos. Azul, la benjamina, con sus cuatro añitos, entendió que su mamá “está en una estrellita, muy cerquita de Dios, que la protege”, pero llora porque la extraña. Y también logra distraerse jugando a las escondidas o con sus muñecos preferidos.

Darío, el esposo de Romi “está devastado”, porque perdió a la mujer con quien pensaba envejecer, “pero sabe que está obligado a afrontar lo que pasó, por él y por su hijos”, explican quienes lo quieren bien. Le cuesta comprender que ya no podrá compartir con ella ni su futuro ni el de sus pequeños. Es que nunca se imaginó sin Romina. Cuentan que eran tremendamente dependientes uno del otro. Meses antes de que ella cumpliera 36 años, el 5 de septiembre, habían organizado detalle por detalle una hermosa fiesta donde celebraron sus 10 años de casados, algo bastante inusual en las parejas, que a esa altura experimentan más crisis que felicidad. Sin embargo, ellos eran compañeros y se demostraban su amor en cada gesto cotidiano. Romina solía divertirse contando detalles de la previa al romance. Se jactaba bromeando acerca del approach entre ella y Darío: “Me estuvo atrás tres años hasta que le di el ‘sí’”, decía y sonreía. El ya estaba acostumbrado al chiste y lo festejaba.

La actriz estaba con proyectos: un programa infantil, que quería conducir para los más chiquitos, una obra de teatro y una ficción que ansiaba poner en pantalla en 2011. Pero también vivía encantada con la idea de concretar un proyecto gastronómico junto a Darío, un emprendimiento de catering que estaba avanzado. Es que a Romi le gustaba mucho cocinar. Y con su marido formaban una dupla imbatible a la hora de las pizzas. Ella las amasaba y él las cocinaba a la parrilla.

En su entorno aseguran que no padecía problemas respecto a su anorexia, enfermedad que alguna vez hizo pública. “Comía como una leona cuando algo le gustaba”. De hecho, su padre le confió a un amigo entrañable, días antes de que su hija muriera, que el sábado anterior a la tragedia había vivido una de las noches más felices de su vida en casa de Romi, junto a ella y Darío, su yerno. Se reía en el momento que lo contaba, porque entre los tres habían comido cinco pizzas. “Romina hacía mucha actividad física, pero se alimentaba bien, no dejaba de comer”, describen en su círculo íntimo. En la familia comprenden que muchos busquen en su salud el motivo de su muerte, por lo súbito del desenlace. Pero lo que pocos saben y nadie dice es que la actriz se había realizado exámenes médicos hace cinco meses, que dieron resultados totalmente normales.

Hoy el dolor para la familia es infinito. Pero queda el consuelo de los años vividos, en los que a Romi le sobró amor, principalmente el de sus papás, que le dieron todos los gustos desde pequeña. Para ellos vivía en una cajita de cristal, era “su princesa”. Ella heredó esa cualidad de ser madraza. Solía decir: “Muchas veces siento culpa porque quisiera ser mejor como mamá. Me exijo mucho a mí misma, es un rasgo de mi personalidad. Me la paso pensando si soy buena, si los estoy criando como corresponde... Supongo que sí... Postergué cosas de mi carrera porque la prioridad la tienen mi marido, mis hijos, mi padre, mi hermano, y eso no lo voy a cambiar”.

Era feliz porque había logrado cumplir dos objetivos trascendentales: casarse enamorada y ser mamá. “Creo en el amor eterno”, dijo siempre. El mismo amor eterno con el que, pese al dolor por su pérdida, la recordará su familia, a la que ella había apostado nada menos que su vida.


Por Miguel Braillard. Fotos: Cristian Córdoba, Julio Ruiz, Enrique García Medina y Walter Papasodaro.
Revista Gente.

No hay comentarios: